Bienvenida - Benvinguda

El Club Palindromista Internacional inicia en 2010 una nueva etapa con renovada ilusión y entusiasmo.
Bienvenid@s seáis, compositores, lectores y amantes de los palíndromos.

El Club Palindromista Internacional inicia el 2010 una etapa nova amb il·lusió renovada i entusiasme.
Sigueu benvinguts, compositors, palindromaires, lectors i amants dels palíndroms.

Allí lo camufla, mal fuma colilla.

Markos Gimeno

sábado, 21 de agosto de 2010

¡VOLVEMOS! / ¡TORNEM!

Estimados palindromistas:

Después de unos días de sequía palindrómica, volvemos. Todavía en periodo vacacional, reanudamos la actualización de nuestro blog, avanzando lo que promete ser una temporada llena de actividades y novedades.
Por supuesto, empezamos renovando los palíndromos del día.
Y para distraer un poco al personal, mayoritariamente inmerso en actividades lúdicas y viajeras, o en descanso, incluimos un simpático relato.
Se trata de EL SÍNDROME DE PALINDROMÍA, de Charlene Weir, publicado en los lejanos [S-11] y [S-12]. Charlene Weir es una escritora norteamericana, de prestigio en el ámbito de la literatura fantástica, pero todavía no tenemos noticia de donde procede este relato ni de quien nos envió la traducción.
Deseamos que lo disfruteis.

JESÚS LLADÓ


Un NUEVO relato corto de
CHARLENE WEIR

George Potter sufría de insomnio. Había probado todos los remedios que se le habían ocurrido a su fértil mente, incluyendo los bien conocidos de tomar un baño caliente, o beber un vaso de leche tibia, antes de acostarse. Nunca había oído hablar de los palíndromos...

EL SÍNDROME DE
PALINDROMÍA
por CHARLENE WEIR

George Potter suspiró al considerar su cruel destino, que le obligaba a ir por la vida soportando el peso de una aflicción nocturna. Rayos de luz procedentes de los faroles de la calle se filtraban por un resquicio de la cortina, chocaban con la pantalla de la lámpara y proyectaban sombras en el techo. George las contempló, procurando imaginar que representaban algo nuevo. Pero se negaban a parecerse a algo que no fuera un oso negro. Mientras él las observaba, el oso negro se fue convirtiendo lentamente en un sucio oso polar, y luego desapareció del todo, al suceder el alba a la noche.
Volvió a suspirar. Un suspiro que pasó desapercibido a causa del ruido del despertador. Ethel se detuvo en medio de una inspiración y dio un golpe al reloj, para que se callara. Bostezó, se desperezó, y saltó de la cama, envolviendo su cuerpo bajo y regordete con una lanuda bata rosa.
—¡Buenos días, George! ¡Es hora de levantarse!
Sus ojos azules estaban límpidos y brillantes.
George gimió y se frotó los suyos, irritados, enrojecidos y de color castaño. Cuando se levantó, tuvo grandes dificultades con cosas como la pasta de dientes y los cordones de los zapatos. Más tarde, en la oficina, casi fue incapaz de distinguir el Debe del Haber. Y en la cafetería, a la hora del almuerzo, estaba bostezando inconteniblemente sobre su sopa de vegetales, cuando Henry Williamson se sentó en el taburete que. quedaba a su lado.
A George no le gustaba demasiado Henry. Era un hombre radiante, de cara redonda, que conservaba aún todo su cabello, aunque lo tuviera gris. Pero hoy George se sentía tan desmoralizado que resultaba evidente para cualquiera que tenía problemas. Tuvo que admitir que así era.
Sufría de insomnio. Con frecuencia iba dando tropezones hasta la cama, a las once y media, después de luchar por mantenerse despierto hasta que terminaran de dar las noticias, para descubrir que, una vez acostado, sus párpados se abrían como si los impulsara un muelle tenso, y sus pensamientos se disparaban como si fueran una bandada de palomas a las que acabaran de dar suelta.
Lo había probado todo: la leche tibia y los baños calientes, hasta contar borregos e imaginarse la palabra duerme sobre una pizarra negra, escrita con cada inspiración y borrada con cada espiración. Intentó partir de su edad, cincuenta y cinco años, e ir hacia atrás. Hasta lo dobló, y empezó en los ciento diez. Se dijo que podía contar las canas que tenía en la cabeza, pero como cada noche le quedaban menos, supuso que resultaría más deprimente que adormecedor.
Ya hacía meses que sabía que ninguno de aquellos inventos producía el efecto deseado. Obligado por las circunstancias, fue forjándose cuidadosamente un programa. Noche tras noche, con la sensación de ser la única persona despierta en el mundo de los durmientes, se levantaba de la cama, se ponía la bata y las zapatillas y bajaba con cuidado a la cocina, dejando a Ethel sola en la cama, respirando acompasadamente. Ethel dormía igual que las acciones mineras que en una ocasión le había comprado a un amigo.
Se preparaba un pote de chocolate caliente y se sentaba en su cómodo sillón de la sala de estar. Entonces pasaba exactamente una hora haciendo los crucigramas de las revistas que se encontraban en el estante inferior de la librería.
Luego pasaba a los rompecabezas, e iba juntando piezas durante otra hora, ni minuto más ni menos. Estudiaba la forma y el color de cada una de ellas, antes de cogerla. Se enorgullecía de su habilidad para elegir la adecuada, antes de tocarla con los dedos. Cierto número de piezas, seleccionadas de este modo, eran un buen presagio. Pero si cometía demasiados errores, si las que escogía no cuadraban en los lugares señalados, quería decir que el sueño se mostraría aquella noche más esquivo que de costumbre.
Después dejaba el rompecabezas, regresaba a su sillón y seleccionaba un libro de entre la hilera de éxitos del momento, colocados en el segundo estante. Leía exactamente durante treinta minutos. Aquello resultaba, con frecuencia, un soporífero lento y suave, que le provocaba un bostezo al final del primer capítulo y cierta somnolencia al terminar el tercero.
En el estante superior de la librería se encontraba su última y más desesperada medida. Allí guardaba las publicaciones sobre las más recientes actividades políticas, y las leía durante cuarenta y cinco minutos.
Debía seguir esta rutina con toda meticulosidad. Todo se perdía si se desviaba de ella, aunque fuera tan sólo un minuto. Pero si seguía con exactitud el programa, en ocasiones -¡oh, en ocasiones!- se veía recompensando con unas pocas horas de delicioso sueño. Y hasta había veces en que las declaraciones de los políticos resultaban tan abrumadoramente aburridas que llegaba dando tropezones a su habitación, quitándose por el camino la bata y las zapatillas, y alcanzando la cama con el tiempo justo para dejarse caer sobre ella, en estado soporífero.
Si a veces se dejaba tentar por la idea de quedarse en la cama, porque el sueño tardaría solamente unos minutos en llegar, su suerte estaba echada. Se dejaba seducir por el enjambre de pensamientos que rondaban por su cabeza, y elegía uno de ellos y se dedicaba a examinarlo a fondo, hasta que faltaba una hora o dos para levantarse. Tantas noches de sueño insuficiente le estaban volviendo viejo antes de tiempo y haciendo que sus manos temblaran y su aguda mente se abotargara.
—¿Eso es todo lo que te preocupa? —preguntó Henry, regando con salsa picante unas patatas fritas y amontonando cebolla sobre una hamburguesa—. Pues no lo pienses más. Yo conozco la solución de tu problema. —Se detuvo para equilibrar una rodaja de tomate encima del montón, y luego añadió: —Palíndromos.
Sonrió como sólo puede hacerlo un hombre que haya dormido sus buenas ocho horas.
—¿Palíndromos?
—Claro.Ya sabes, palabras que quieren decir lo mismo leídas del derecho que del revés.
—Creo que no te entiendo —dijo George, lamentando ya haber confiado en Henry.
—Amigo mío, parece que no estás muy bien. Has tenido suerte de encontrarte hoy conmigo. Créeme, tus tribulaciones han terminado. La respuesta son los palíndromos. Palabras como sacas. Lo mismo dice leyendo de un lado que de otro. Estoy seguro de que conoces aquella tan famosa de Napoleón. Able was I ere I saw Elba (1). Se escribe igual del derecho que del revés. A-b-1-...
—Sí, pero ¿cómo va a ayudarme eso a dormir? ¿Es que tengo que repetirlo una y otra vez?
—¡Oh!, no, no. No lo has entendido. —Henry tragó un buen bocado de hamburguesa, ayudado por un trago de café—. Tienes que componerlas tú. Empieza con palabras aisladas, como las, sal. ¿Lo ves? Luego haces frases como la de Napoleón. Siempre que no puedo dormir recurro a ellas, y al cabo de quince minutos estoy durmiendo como un buen vigilante nocturno. No falla nunca. Hace semanas que estoy trabajando en una que empieza con ocas y termina con saco. Pero siempre me duermo antes de resolver lo del centro.
A George no le inspiraba la menor confianza nada que pudiera sugerirle Henry, pero aquella misma noche, cuando después de pasar de los crucigramas a los rompecabezas y luego a los políticos, dieron las cuatro y media, y George seguía despierto, se dijo que no tenía nada que perder. Inmediatamente se le ocurrió somos. Luego le salió sones y senos. Cuando se disponía a hacer un tercer intento, le venció el sueño.
A la noche siguiente, prescindió, con algo muy próximo al pánico, de su programa tan cuidadosamente estudiado —de los crucigramas, rompecabezas, novelas de éxito y políticos, que durante tanto tiempo le habían servido, aunque no fuera fielmente—. Se lanzó con gran agitación nerviosa a su nueva ocupación. Primero revisó la cosecha de la noche anterior. Luego se dedicó a buscar nuevos ejemplos. No había conseguido el segundo cuando ya se hallaba perdido entre nubes de sueño. A partir de aquel momento, nada pudo detenerle.
Se sentía embriagado de felicidad. Conseguía dormir seis o siete horas seguidas, cuando antes sólo lo hacía un par. No tardó mucho tiempo en comenzar con frases enteras. Se sentía muy satisfecho de su ingenio. Nada de palabras sueltas. Esperaba conseguir grandes creaciones.
En su jubiloso delirio, George no advertía una cosa. Cualquier adicto podría habérselo dicho, pero George siguió adelante, incrementando su potencia palindrómica, sin darse cuenta de que cada vez empleaba dosis más fuertes, antes de quedarse dormido. La noche en que terminó el ocas y saco que había apuntado Henry, volvió a dormir apenas unas dos horas. Pero se sentía tan orgulloso por poder comunicárselo a su amigo que no le importaba.
Una mañana, dos meses más tarde, después de no haber dormido nada, se sentó a la mesa, a la hora del desayuno, y le soltó a Ethel:
—"Lo cazo o zócalo".
Estaba tan atontado por la falta de sueño, que ni tan siquiera advertía el error.
Ethel dejó de servir en los platos huevos revueltos y se le quedó mirando.
—Verás, se trata de que si lo caza...
— Tú estás enfermo, George —le interrumpió ella, echándole huevos en el plato—. Será mejor que veas a un doctor.
No estaba enfermo. Todo lo contrario. Cuando trabajaba, su mente parecía funcionar como un ordenador bien engrasado. Claro que se sentía un poco cansado de vez en cuando, y que su jefe parecía irrazonablemente irritado por la indiferencia de George hacia el Debe y el Haber; pero, aparte de esto, nunca se había sentido mejor en toda su vida.
Aquel juego llegó a excitarle tanto que, como todos los fanáticos, deseó poderlo compartir y hallar así nuevos conversos. Le dio por despertar a Ethel siempre que componía uno de aquellos tesoros más complicado.
La primera vez, Ethel le llamó "maldito chalado", pero George no se desanimó. Podía imaginarse largas noches en las que Ethel y él, tendidos uno al lado del otro, compondrían palíndromos sin fin. Ella seria la Auna de su Otto, el azar de su raza, la Sara de sus aras.
Pero, por desgracia, aquellos dulces sueños no se convirtieron en realidad, porque cuando la noche siguiente volvió a despertarla, ella le tiró la almohada a la cabeza, gritando que tenía que ir a trabajar por la mañana. George tuvo que admitir, con gran pesar, que aquel juego parecía no acomodarse a la mentalidad de su mujer, y que no había captado las delicias que encerraba.
Pero George no perdió el ánimo. La despertaba periódicamente para comunicarle y compartir con ella un nuevo hallazgo, y en cada ocasión esperaba que ella se uniera amorosamente a él y siguieran pa-lindromiando, durante las largas y oscuras horas de la noche.
Pero Ethel no sólo parecía estúpidamente insensible a los palíndromos, sino que George advirtió que comenzaba a comportarse de un modo raro. Parecía como si se adelgazara y tenía bajo los ojos unas manchas oscuras. Cualquier ruido inesperado le hacía dar un salto, como si fuese un gato asustado. A veces, se quedaba mirando al vacío fijamente y sin expresión, o permanecía sentada, gimiendo en voz baja. No cabía duda de que no era la de ames.
Serán cosas de la edad, se dijo George. Y redobló sus esfuerzos por interesarla en el juego. Casi cada noche la despertaba para asombrarla con un nuevo descubrimiento. Lo hubiera hecho con más frecuencia, pero llegó un momento en que, al despertarla, ella se negaba a hablarle.
Una noche, seis meses después de que empezara todo aquello, George supo que ya estaba listo. Se proponía componer el mayor palíndromo de todos los tiempos. Se sentía tan ansioso por comenzar, que apenas pudo esperar a que terminaran las noticias de la televisión para salir corriendo a acostarse. Mullió su almohada, se puso a contemplar el oso negro del techo y ajustó sus impresiones mentales. Así estaba bien. Se sentía seguro y confiado. Todo aquel severo entrenamiento había servido para llegar a aquel momento.
Hizo unos cuantos ejercicios de calentamiento, mientras Ethel daba vueltas de un lado para otro, acomodándose en la cama. Sagas. Solos. Cuando terminó con aquellos sencillos ejemplos. Ethel se había dormido ya.
Medianoche. Hora de comenzar. La adrenalina recorría su cuerpo y su corazón se encabritaba con la perspectiva del desafío, del más grande de todos los desafíos.
George se secó las sudorosas palmas de las manos en la manta y respiró unas cuantas veces profundamente. Con un talento como el suyo no había por qué sentirse nervioso. Al cabo de un momento había decidido ya cómo comenzaría.
A la una se dio cuenta de que debería tomar notas. Él era un auténtico campeón y su creación iba. a ser demasiado larga para completarla sin escribirla. Encendió la luz y revolvió en el cajón de la mesita de noche, hasta encontrar un papel y un lápiz.
Ethel abrió un ojo azul y legañoso y le miró.
—¿Qué estás haciendo, George?
— No te preocupes—la tranquilizó él —. Todo saldrá bien.
Ella se tapó la cabeza con la almohada.
George garrapateó sobre el papel durante unos momentos y luego se puso a masticar el extremo del lápiz, mientras su cerebro trabajaba a una velocidad alucínante.Todo fue bien hasta las tres. A esta hora se metió en un callejón sin salida. Y allí seguía a las tres y media. Lanzó un alarido de frustración y empezó a golpear la cama con los puños cerrados.
Ethel se incorporó de un salto, mirando a su alrededor con aire de confusión.
—¿Qué pasa?
— Un pequeño problema. Pero no te preocupes por ello. No voy a
abandonar.
Ethel masculló algo en el sentido de no poder dormir nunca, pero George estaba demasiado absorto con sus palabras para poder oírla con claridad. Ella se arregló la almohada y se volvió de espalda a su marido.
Media hora más tarde, George seguía en el mismo sitio. Colocó la mano sobre el promontorio que se alzaba a su lado, y lo sacudió.
—¡Ethel!
— Mmmmm.
—¡Ethel!
Ella se sentó, sacudiendo la cabeza con aire atontado.
—¿Qué quieres?
— Dime una palabra que termine en r-e-n.
—¿Cómo? ¿Me has despertado a las cuatro de la madrugada, para pedirme una palabra que termine en r-e-n? ¡Estás loco, George! ¡Eso es lo que estás, loco!.
Su rostro adquirió un peligroso tono rojizo y se puso a vibrar como un cohete a punto de despegar.
George esperó en tensión, creyendo que las vibraciones significaban que su mente trabajaba en aquello del r-e-n. Pero al cabo de unos momentos, ella se dejó caer de nuevo de espalda sobre el colchón y se cubrió con la ropa las estremecidas mejillas.
George se sintió al principio muy dolido, pero luego comprendió. Ethel tenía razón, naturalmente. Debía resolver aquel problema por sí mismo. De otra forma, no tendría ningún valor. Casi había echado a perder el trabajo de toda la noche al pedirle ayuda. Suspiró y descansó durante un momento, dejando que el alivio que experimentaba por haberse salvado por tan poco refrescara su sudorosa frente.
Luego volvió a la carga. No cabía duda de que era un espinoso problema. No se le ocurría ninguna palabra que terminara en r-e-n, y menos aún que pudiera tener una utilidad posterior. Sufrió y pasó por una verdadera agonía, mientras su cerebro daba vueltas y más vueltas. Por fin lo consiguió.
—¡Oh, ho! —gritó.
Y luego lo repitió del revés.
—¡Oh, ho!
Del promontorio oculto bajo las mantas brotaron unos gruñidos.
—¡Harén! —le anunció jubilosamente George al promontorio.
Trabajó sin descanso y con brillantez hasta las cinco de la mañana, hora en que comenzó a sentirse adormilado. Se levantó, sin molestarse en ponerse la bata ni las zapatillas, y preparó un pote de café bien fuerte. Colocó la cafetera, junto con una taza y un plato, en una bandeja y regresó con todo ai dormitorio. La taza vacía tenía cierta tendencia a tintinear.
Cuando estaba colocando la bandeja sobre la mesita de noche, Ethel saltó de la cama, arrancó violentamente la ropa y salió de la habitación, arrastrando tras de sí mantas y sábanas.
George se la quedó mirando atónito. Entonces se sirvió una taza de café y volvió a trabajar en su creación.
A las seis y media terminó, a un tiempo, la última taza de café y la palabra que cerraba su obra.
¡Magistral! Estiró el brazo, con el papel en la mano, y lo leyó desde aquella distancia. Luego lo apretó contra su pecho.¡Magnífico!
—¡Ethel! —gritó, radiante de alegría, corriendo hacia la sala.— ¡Ethel! ¡Lo he conseguido! ,¡He terminado!
Ethel dormía sobre el sofá, envuelta en las mantas. Él la cogió por el hombro y la sacudió con fuerza.
— Te lo voy a leer —dijo—. Pero antes tengo que decirte que se trata de una nota dirigida por el jefe a su secretaria. El jefe está planeando una serie de conferencias por pequeñas poblaciones, y la "secretaria conoce a varios hombres de la localidad que quisieran darlas. Uno de ellos quiere hablar de un nómada. ¿Comprendes? Comienza con Pat. Es el nombre de la secretaria. Pat,..
— ¡Ne-mircl —aulló Ethel, saltando de entre las mantas y echando a correr hacia la cocina.
George palideció.
— No, no —murmuró.
—¡On, on! —replicó Ethel, regresando con un cuchillo.
Lo agitó sobre su cabeza, y corrió hacia él gritando:
—¡Atam! ¡Atam! ¡Atam!
Y le clavó el cuchillo en el pecho.
George fue a decir algo, dio una boqueada, y se derrumbó sobre el suelo. Ethel dejó caer el cuchillo y se dirigió hacia la cama, tambaleándose cansinamente.
Por la tarde, cuando se despertó, encontró un papel junto al cuerpo. Estaba cubierto de manchas rojizas, pero aún resultaba legible, aunque sus palabras apenas tenían sentido.
Cuando se lo mostró al psiquiatra, ésta opinión que no cabía duda de que era el producto de una mente enferma.
El juez se mostró muy comprensivo durante el juicio, y dijo que considerando la increíble provocación que había mediado, y las circunstancias que habían conducido a aquel trágico acontecimiento, la sentencia era “no evil, Madam. Li ve on”. (Sin culpa, señora. Siga viviendo ).

fin.

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